Si las deportaciones masivas prometidas por Trump se concretan Defendamos a nuestros vecinos de la región de la Bahía de Monterey

Por Paul Johnston
Traducción: Víctor Almazán

Los trabajos de deportación masiva de Trump están fracasando hasta el momento. Algunos agentes de seguridad se enfocan en pocas personas con muy poco éxito. Solo un número más alto de agentes desplegados en “redadas” en barrios o lugares de trabajo con una alta concentración de inmigrantes pueden lograr el mayor número de deportaciones que exige la agenda de Trump.

Pero las redadas en vecindades presentan sus propios problemas, ya que comunidades cada vez más organizadas aprenden a rechazar registros sin orden judicial y algunas amenazan con protestas disruptivas. Por lo tanto, los lugares de trabajo son el blanco más atractivo. Sin embargo, las redadas en el lugar de trabajo tienen el impacto económico más doloroso y provocan la mayor oposición política por parte de empleadores y funcionarios electos.

Sin embargo, sería característico de Trump atacar los lugares de trabajo… en estados demócratas como California. Quizás más precisamente, en los ranchos y campos de las “regiones demócratas” de esos estados. Como los valles de Salinas, San Benito y Pájaro aquí en la Bahía de Monterey.

Cuando eso suceda ¿estaremos preparados?

La respuesta vecinal de Greenfield

Una redada del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE por sus siglas en inglés) en 2001 en Greenfield, un pueblo del Valle de Salinas ofrece una perspectiva de lo que podría suceder. Durante la década posterior a la amnistía de la era Reagan, que permitió a muchos trabajadores agrícolas indocumentados obtener la residencia legal, muchos abandonaron el campo y se mudaron a empleos urbanos, creando un vacío en el mercado laboral agrícola. A finales de la década de 1990, ese vacío sería llenado por inmigrantes indígenas indocumentados del sur de México. Entre ellos, cientos se asentaron en el pequeño pueblo de Greenfield.

Las redadas comenzaron el 30 de marzo cuando respondiendo a las quejas de un empleado del distrito escolar y un ayudante del sheriff del condado de Monterey, los agentes de ICE detuvieron a seis hombres que estaban parados en una esquina en Greenfield después del trabajo.

El 6 de abril, un equipo más numeroso del INS (Servicio de Migración y Naturalización por sus siglas en inglés) llegó a la ciudad. Acordonaron el salón de billar, abordaron a los que estaban dentro y registraron los alrededores, deteniendo a varios inmigrantes. Después, se trasladaron a un complejo de apartamentos en otra parte de la ciudad, donde se sabía que vivía la mayor concentración de familias indígenas triquis. Sin orden judicial, allanaron tres viviendas por la fuerza, detuvieron a todos los hombres y persiguieron y detuvieron a otros hombres que fueron vistos huyendo de la zona. Un total de 39 hombres más fueron detenidos por el INS y deportados de inmediato a México.

El impacto de la redada fue dramático. Mujeres y niños huyeron a los campos, muchos se escondieron bajo un puente cercano hasta que fueron llevados a la casa de un organizador sindical local. Durante las semanas siguientes, sindicatos y grupos comunitarios proporcionaron alimentos, alojamiento y otros tipos de apoyo a las familias traumatizadas. Las reuniones comunitarias atrajeron a un número cada vez mayor de residentes locales y funcionarios públicos. 

Periódicos locales, incluido el Salinas Californian, condenaron la redada. Entre los defensores destacados de la redada se encontraba el (entonces) sheriff del condado de Monterey, quien repetidamente calificó a los trabajadores indígenas de “depredadores sexuales”; en contraste, el propio jefe de policía de Greenfield mencionó la buena relación de su departamento con esa comunidad y argumentó que cualquier inquietud relacionada con la aplicación de la ley podría haber sido manejada por su departamento.

La controversia llegó a su punto más alto en dos reuniones del ayuntamiento, a las que asistieron cientos de vecinos de Greenfield, incluyendo a unos 50 residentes indígenas. La mayoría de los oradores eran ciudadanos mexico-estadunidense quienes se oponían a la redada. Las voces más contundentes provinieron de los miembros de los sindicatos de Trabajadores Agrícolas (United Farm Workers) y Teamsters. En la segunda reunión, el ayuntamiento adoptó la que pudo haber sido la primera, y sin duda una de las resoluciones de santuario más sólidas jamás adoptadas en Estados Unidos. (Estas medidas no se adoptaron de forma generalizada hasta una década después, bajo el programa de Obama irónicamente llamado “Comunidades Seguras”, ya que las comunidades se resistieron al uso de las cárceles de los condados para albergar con fines de deportación a personas que no hubiesen cometido delitos). Entre otras medidas, el ayuntamiento ordenó al jefe de policía que notificara de inmediato a los miembros del ayuntamiento si tenía conocimiento de cualquier actividad planeada por el ICE en la ciudad.

Inmediatamente después de la resolución del ayuntamiento, el entonces congresista Sam Farr reunió al director regional del INS con representantes electos locales, sindicalistas y miembros de la comunidad. Allí, obtuvo una disculpa y la promesa de abstenerse de redadas similares en el futuro. Pero solo días después, agentes del ICE realizaron otra redada, esta vez en un lugar de trabajo a las afueras de la ciudad. Detuvieron a cinco hombres que ya habían sido deportados y habían regresado a través de lo que entonces era una frontera más permeable.

Esto provocó una rápida oleada de protestas por parte de Farr y otros líderes locales. El director regional del INS ordenó a su personal que liberara de inmediato a los hombres y los llevara de regreso a su casa en Greenfield. Y así lo hicieron.

Nuestra respuesta vecinal

Ahora una situación similar se avisa en el horizonte. Si llega, por supuesto, la acción se desarrollará a una escala mucho mayor que en 2001. Y, sin duda, desconocemos qué forma adoptará. Por ahora, vivimos con incertidumbre. Pero las imágenes de Greenfield —de agentes irrumpiendo en casas y apartamentos, y de familias aterrorizadas huyendo por el campo y escondiéndose en barrancos y bajo puentes— son advertencias de lo que podría depararnos el futuro. Deberían alertarnos como una profecía.

Si llega, será después de que Trump se haya movilizado a escala militar. Y para entonces habremos sido puestos a prueba en otros frentes: castigados por recortes de fondos federales, atemorizados por la ominosa publicidad y las redes sociales de Trump, y quizás batallando para responder a las nuevas “leyes de registro”.

Sin embargo, Greenfield también puede inspirarnos. Ahora como entonces, pero a una escala mucho mayor, estaríamos llamados a responder como comunidad en defensa de nuestros vecinos.

Ya nos estamos preparando. Ahora, a diferencia de 2001, por ejemplo, los líderes religiosos de toda la región predican la ética del buen Samaritano, y las congregaciones se reúnen y se capacitan para responder. También, a diferencia de 2001, nuestras escuelas y gobiernos estatales y locales promueven eventos de “Conozca sus derechos” y “Planes de seguridad infantil”. Muchos empleadores, grandes y pequeños, también se muestran conscientes y se preparan, por ejemplo, para ejercer su derecho a negar el acceso a intrusos sin orden judicial.

De este modo, no sólo quienes están bajo amenaza de deportación, sino también miles de otros vecinos están empezando a organizarse, reunirse y planear cómo responder. Algunos podemos ayudar a las familias a planificar la situación de los niños que, en el peor de los casos, podrían quedar abandonados; algunos podemos servir como observadores legales; algunos podemos congregarnos para protestar; algunos incluso podemos bloquear las carreteras; algunos podemos ofrecer refugio; algunos podemos contribuir a los fondos para fianzas; algunos podemos ofrecer apoyo y cuidado a nuestros vecinos traumatizados.

Una obligación de responder

Porque para nosotros en esta región, que durante tanto tiempo hemos dependido de la fuerza laboral que ahora está bajo ataque, la injusticia de la agenda de Trump es claramente obvia.

Sabemos que, en la agricultura, como en muchas otras industrias, los trabajadores indocumentados han sido durante mucho tiempo el núcleo productivo de industrias rentables que generan riqueza en nuestras comunidades. Y a medida que generaciones tras generaciones de trabajadores agrícolas han abandonado el campo en busca de una vida mejor en las ciudades, nuestros empleadores locales han exigido miles más para cubrir sus vacantes. Sin embargo, durante décadas, nuestros líderes electos no han logrado reformar nuestro sistema migratorio de una manera que responda a las realidades transfronterizas de este mercado laboral y a la vida transfronteriza de estas familias.

Hubo un tiempo en que los migrantes mexicanos podían trabajar aquí y regresar con frecuencia a sus queridas comunidades en México. Pero en lugar de reformar nuestro sistema migratorio para posibilitar este empleo transfronterizo, nuestros políticos bloquearon la frontera, obligando a nuestros nuevos vecinos a quedarse y establecerse. Sin duda, esto ha enriquecido aún más a nuestras comunidades; sobre todo porque esas nuevas familias criaron a sus hijos para que se convirtieran en ciudadanos productivos; en muchos casos, en líderes comunitarios.

Ahora que Trump pretende hacer que la vida de los indocumentados sea invivible, ¿es justo que sean estas familias —no los empleadores, los consumidores, los alguaciles y otros políticos que durante tanto tiempo miraron para otro lado— las que paguen el precio?

Hoy en día, en la Costa Central, somos una constelación de comunidades de “estatus migratorio mixto.” Unos 80,000 de nosotros somos probables objetivos de secuestro y deportación de parte de Trump. Muchos más pertenecen a familias de estatus mixto, y muchos más disfrutan de la amistad y dependen del trabajo de nuestros nuevos vecinos.

Pronto podríamos ser puestos a prueba: ¿Responderemos como una sola comunidad para ayudar a aquellos que son perseguidos injustamente?

Ni Greenfield ni Salinas, el centro de gravedad de la vida inmigrante en nuestra región, ni ningún otro pueblo deberían enfrentar solos esta amenaza. Estamos obligados —por nuestra interdependencia, por nuestra humanidad— a responder con solidaridad regional.

Así que, cuando comiencen las redadas, si es que comienzan, podremos reunirnos no solo en el sur del Valle de Salinas y sus vecindades. En cuanto se sepa, podremos reunirnos en Hollister, Gilroy, Santa Cruz, Seaside, la Península de Monterey y todos los puntos intermedios. Podemos presentarnos ante los deportadores y demandar que se haga justicia.

Tal vez juntos, como en Greenfield hace 24 años, podamos frenar e incluso revertir la marea.

Paul Johnston es sociólogo, organizador comunitario y miembro de la Red de Bienvenida de Santa Cruz, una red de voluntarios dedicada a recibir y asistir a solicitantes de asilo y otros refugiados.

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