Incendio en la mente Mi familia se refugió en mi casa durante los incendios de Sonoma

Por Julie Reynolds Martínez
Traducción: Centro Comunitario de Información

Recibí el texto el lunes temprano, una semana antes de lanzamiento de Voces de la Bahía de Monterey. “¿Has tenido noticias de tu tía?” me preguntó mi amigo.

“Ayer, ¿por qué?” Le pregunté.

“Los incendios,” me dijo.

“¿Qué incendios?”

Mi amigo me mandó un artículo sobre la tempestad de fuego que avasalló los condados de Sonoma y Napa la noche anterior. Llamé de inmediato a mi primo Paul, que vive en Santa Rosa con mi tía favorita, Lucille.

“Estamos bien,” dijo Paul. “No hay luz, así que no tenemos televisión, pero estamos bien.”

Me volvió a llamar poco después. La policía estaba en su calle dando órdenes de evacuación.

“¡Tenemos que irnos!” gritó.

“¿A dónde van?”

“¡No sé, sólo nos vamos a ir!”

“Vengan aquí,” le ofrecí. “Se pueden quedar conmigo.” “Conmigo” son cuatro horas al sur. Hice lo que se tiene que hacer. Cuidas a tu familia, especialmente en momentos de crisis. Aún así, me sentí abrumada por … ¿por qué?

Miedo. Sí, me aterraba que pudieran perder su casa. Pero tenía otros miedos, muy egoístas. No porque dos personas muy ruidosas invadirían mi casa tan tranquila, no porque habría distracciones la semana en la que estaba trabajando día y noche para subir el sitio de Voces – sin mencionar mi trabajo de tiempo completo. Nada de eso me preocupaba.

Lo que me aterraba era la idea de pasar tanto tiempo en el campo de batalla que es la mente de mi tía. Ella estaba siendo evacuada de un incendio, pero yo, ¿a dónde podía escapar?

He aprendido que la demencia es de familia. Hasta que le dió a Lucille, parecía que sólo le tocaba a los hombres, y a algunos de ellos a edad temprana. Yo también tengo uno de esos genes que les llaman de Alzheimer. Las investigaciones dicen que, si tengo dos mutaciones, puede ser algo muy muy malo. Una mutación no es la gran cosa.

La versión de mi tía llegó gradualmente al paso de los años. Era difícil decir cuánto era parte de su personalidad en una especie de sobremarcha causada por la edad, y cuánto era en realidad demencia. Lucille siempre fué lo que mi abuela del sur llamaba ‘erca. No “terca” – “‘erca.” Es más, era tan ‘erca que una vez mi mamá y ella se rehusaron a dirigirse la palabra durante tres años después de una pelea.

Así que no fue sorprendente que cuando le dió una enfermedad mental llegaran oleadas de enojo, paranoia y simple furia. Desvariante, decía que todos estábamos tratando de matarla probablemente con un asesino a sueldo. Queríamos meterla a un asilo, despotricaba, queríamos que la policía se la llevara a la cárcel. Todos la odiábamos. “Oh, no lo nieguen,” decía con rabia.

Podíamos aguantar los berrinches. La tristeza era mucho peor. He perdido la cuenta de cuantas veces la he abrazado a las dos de la mañana mientras sollozaba acurrucada en posición fetal. “No puedo seguir así,” se quejaba. “Ya… no … puedo.” Le rogaba al universo — o a alguien — dejarla morir, y me rogaba no detenerla.”

Hace algunos años pensé que hablaba de suicidio. Le recordé lo mucho por lo que había que vivir. ¿No nos habíamos divertido buscando hongos esa misma tarde? ¿No le gustaba su jardín y el pollito de codorniz que le sacaba las plantas? Al final me dí cuenta que el suicidio no cabía en ella, que simplemente le hubiera gustado encogerse y desaparecer. Su cuerpo, sin embargo, en mucho mejor forma que su mente, se rehusaba a cooperar. “Por favor, por favor, déjame ir,” imploraba. Le decía que la quería durante una hora, o dos, o tres, abrazándola fuerte y, a pesar de saber que su sufrimiento era más inmenso que el mío, rezaba por que se agotara y se callara de una vez para poder dormirme un pinche rato. Durante esos episodios su estamina parecía inacabable.

Lucille y Paul llegaron a mi casa el lunes por la tarde. Ella se veía desorientada pero no totalmente fuera de sí.

“Imagínate lo que se siente cerrar la puerta de enfrente y no saber si tendrás casa cuando regreses,” dijo.

La reflexión era profunda, y algo muy normal que decir bajo esas circunstancias. Me sorprendió. Se veía como … ella. Su antigua “ella.”

Lucille en su juventud.

Además de ser ‘erca, mi tía Lucille podía ser muy divertida. Hasta la fecha le gusta reír y puede todavía arremeter con ironía contra Trump y el Congreso. Ha sido mi apoyo toda mi vida — recibiendome, sin hacer preguntas, después de haber sido tan tonta para viajar de aventón a través de California cuando tenía 16 años (resultó ser una aventura fabulosa). En mis 40s, cuando murió mi mamá, mi tío Marcello y ella me acogieron como a la hija que nunca tuvieron. No importa que tan grande eres, cuando te conviertes en huérfano te sientes como en barco sin remos a la deriva. En mi primer cumpleaños después de la muerte de mi mamá, ella y Marcello me invitaron a su amplia casa nueva en el lujoso fraccionamiento Fountaingrove de Santa Rosa. La casa era hermosa. Marcello era un arquitecto aficionado y ayudó a diseñarla. Era tan grande que tenía dos salas. Estaba frente al campo de golf, así que de vez en cuando las pelotas de golf llegaban a los lados de la casa. Marcello las coleccionaba, y planeaba algún día aventárselas a un golfista descuidado.

La noche de mi primer cumpleaños sin mi mamá, me hicieron de cenar y hasta me envolvieron regalos chuscos. Nunca se me olvidará ese detalle tan simple, era como una cuerda de rescate a mi pequeño barquito. Después, cuando murió Marcello, yo cuidé a Lucille, honrada de poder corresponder a su gentileza. En la década que siguió he hecho el viaje hasta Santa Rosa al menos una vez al mes, a veces dos, para pasar tiempo con ella. En el verano del 2011 viajamos a la Universidad de Oxford juntas para disfrutar de literatura, erudición y vino.

En ese viaje me dí cuenta que comenzaba a olvidar cosas. Desde entonces ha decaído rápidamente. Lo ves en estudios de ondas magnéticas de gente con demencia, los que parecen que el cerebro esta lleno de hoyos. Con frecuencia me pregunto donde están los hoyos en su cerebro. ¿Qué piezas faltan?

Aún así, mientras Paul y ella trataban de acomodarse en mi casa, ella se veía sorprendentemente alerta de lo que había ocurrido. Habían sido evacuados de un incendio terrible, mismo que llegó hasta la parte trasera de su casa. Sabía la historia en general pero no podía recordar si la casa se había quemado. Ya no vivía en Fountaingrove después de haber vendido la casa grande y mudarse a un lugar más modesto en Oakmont, una comunidad de vida activa para mayores de 55 años. Es parte de Santa Rosa pero más cercano a Kenwood y el Valle de la Luna en Sonoma. La ventana de su sala enmarca una vista magnífica de la montaña Hood. Yo la llamo “mi montaña” y durante mis visitas me encanta ver como cambian sus colores durante el día de un verde frío y melancólico a un dorado calientito y luego obscuro otra vez.

Ahora todo Oakmont estaba bajo órdenes de evacuación, y durante días veíamos la televisión como adicción, conectados a cualquier información que pudiera darnos pistas de que su casa se mantenía en pie. Durante todo el tiempo ella tenia ascos y vomitaba. Después de tres días, le ordené que se levantara del sofá y anuncié que iríamos al médico. Obedeció, lo que me sorprendió. He intentado llevarla al médico por años pero ella no cedía, alegando que los doctores y hospitales enferman.

Así que fuimos a la clínica de cuidado urgente Kaiser en Scotts Valley. El doctor era joven y guapo y se lo dijo. Mi tía aún puede ser graciosa cuando quiere. El doctor se rió y ella estaba lo suficientemente encantada como para decir que tal vez regresaría al día siguiente. Me dí cuenta que le dijo tener 77 años cuando en realidad está a punto de cumplir 88.

Él sospechó que el vómito estaba relacionado con el estrés de la evacuación. Mucha gente del norte de la Bahía de San Francisco estaban viniendo a Santa Cruz para quedarse con familia, dijo el doctor, y la clínica había visto a muchos con enfermedades ligadas a la ansiedad.

El departamento de bomberos de California dijo que 100,000 personas evacuaron las zonas de los siniestros, una cantidad casi a la población de Santa Cruz y Watsonville juntos. Esta fue una migración masiva, como si ciudades enteras se desplazaran por la región. Las noticias reportaron que muchos de los que evacuaron eran personas mayores, como mi tía.

La guapura del doctor y la medicina contra el mareo surtieron efecto. Pero su mente era un desastre. Se le olvidaba donde estaba — estás en mi casa, no en tu casa en Santa Rosa, le decía — y ella decía una y otra vez que se quería ir a casa. No puedes, le decíamos, todavía no. Dormir no estaba en las cartas para ninguno de nosotros. Se pasó las noches deambulando el pasillo en busca del baño que acababa de usar.

Tratamos de transformar la evacuación en un evento divertido, con Paul asando carne en la terraza mientras Lucille y yo tratábamos de adivinar preguntas de un concurso en televisión. Ella adivinó varias, y nos reímos un poco.

Pero al llegar la noche caía en ese rencor, primero tibio y luego hirviente. Habían estado conmigo ocho días cuando la tensión explotó en batalla total. Ella insultó a Paul y él, exhausto por toda la experiencia, no se quedó atrás. Se gritaron y vituperaron y yo me escapé afuera a sentarme en la banqueta. Estaba encabronada. Furiosa con ella y su razonamiento ilógico y estúpido que causaba tanta conmoción, furiosa con Paul por discutir cuando no había punto. Furiosa conmigo misma por echarle la culpa a ella cuando no puede evitarlo. Me quedé afuera por mucho tiempo, con la mirada perdida en el vacío. No había estrellas, sólo un cielo cubierto de humo.

Al día siguiente se disculpó por portarse tan mal. Quedé atónita — hacía años que no podía acordarse de lo que había ocurrido la noche anterior. Acepté su disculpa. Tal vez no estaba tan deteriorada como lo pensaba.

A la una de la tarde del día nueve, las autoridades del condado de Sonoma cancelaron la orden de evacuación para Oakmont. Paul bailó mientras Lucille sonreía. Cientos, tal vez miles de bomberos lucharon duro para salvar las 3,100 viviendas de Oakmont y esta vez, ganaron.

El día nueve fue también el 28 aniversario del terremoto Loma Prieta, y mi cuñada y yo brindamos para conmemorar el día en el que nuestro jardín se meneó como mar en brama y el centro de Santa Cruz se volvió una nube de polvo. Después del terremoto pasamos más de una semana viviendo en el terreno entre nuestras casas, y la experiencia nos ha marcado de por vida. Esta vez, brindamos por el fín de la evacuación. La casa de mi tía estaba segura y ya podía regresar a su zona de comodidad, su sofá, su baño. Su hogar.

Al día siguiente manejamos por la costa hacia Santa Rosa. Al cruzar la ciudad para llegar a Oakmont nos sorprendió ver lo ordinario que se veía todo. Sabía por el terremoto de Loma Prieta y por el de la ciudad de México en 1985 que, cuando llegan los desastres, grandes secciones de la ciudad pueden siguen como si nada y la gente resume sus vidas rutinarias: van de compras, revisan el automóvil, se toman un café en las aceras. Así parecía ser en Santa Rosa, a pesar de los camiones de bomberos de todo el oeste del país llendo y viniendo y los carteles en todas partes de “Queremos a nuestro personal de emergencia.”

En Oakmont el único indicio de los incendios era el olor, una fina capa de ceniza blanca y la vista de la montaña Hood. Más bien, la “no” vista. Mi montaña estaba completamente escondida tras una suave y gruesa capa de humo del incendio que aún ardía.

La casa se veía bien. Mi tía se acomodó y parecía contenta. Le tomé una foto relajándose en el sofá y se la envié a mis amigos con el mensaje “felicidad es regresar a casa.” Paul limpió el refrigerador mientras yo barría la ceniza del patio. Le pregunté a mi tía si estaba contenta de regresar a casa, y ella me vio con perplejidad.

“Bueno,” me dijo, encogiendo los hombros.

Se había olvidado de todo lo que ocurrió en los últimos diez días. Cuando mencioné el fuego, pensó que me refería a la chimenea. No, le dije. Los incendios. ¡Los peores incendios en la historia de California! Le volví a decir, varias veces, que ella y Paul habían escapado esos incendios, habían aguantado el miedo y el estrés de estar fuera de casa. No pareció acordarse de nada. Le volví a decir, esta vez con un tono cruel. Antes había evitado mencionar muchos detalles sobre las personas que murieron y los miles de hogares destruidos. Ahora quería que lo sintiera, que se diera cuenta que había sobrevivido algo, que todos habíamos sobrevivido algo juntos.

Le dije que la casa que Marcello y ella habían diseñado y construido en Fountaingrove ya no existía, un hecho que había verificado al ver mapas aéreos. Que casi todo Fountaingrove, excepto por dos casas a cada lado de la suya, ya no existía. Le dije que tenía suerte por haber vendido la casa y mudarse de ahí, un comentario que fue seguido por sentimiento de culpa al pensar en las personas que la compraron. Paul también trato de recordarle nuestra semana y media estremecedora, pero nuestras descripciones hicieron poco efecto. En su mundo, no había incendio y nunca había existido.

Con su comodidad re-establecida, su furia regresó y decidí que era tiempo de salir. Un fuego enardecido arrasaba en las montañas de Santa Cruz y me preocupaba mi propia casa. Al encender mi auto, noté que la manta de humo se había esclarecido de la montaña Hood y que el cielo se había tornado azul.

Por un segundo me pregunté si su versión de la realidad era la correcta, que tal vez nunca había existido ningún incendio. Me aleje sintiendo que había perdido algo, pero no sabía qué.

Aún no estaba lista para salir de Santa Rosa. El cielo se oscurecía y el tráfico empeoraba, pero quería ir a la parte norte de la ciudad donde los daños del incendio fueron mayores. Ahí fue donde la colonia Coffey Park fue arrasada durante la primera noche, junto a Fountaingrove. Me pregunté si estaba haciendo esto por ser reportera de la fuente policiaca a quien siempre le había gustado ver para creer, o era simplemente morbosa curiosidad. Tal vez lo segundo, tuve que admitir. Sabía que no me dejarían entrar a Fountaingrove, pero tuve que ir, seguir la ruta que había recorrido por años para pasar un fin de semana cocinando, bromeando y disfrutando la vida con Lucille y Marcello.

Hombres vestidos con ropa de camuflaje — probablemente guardias nacionales — dirigían el tráfico en la esquina de Fountaingrove Parkway y ví una colina achicharrada que antes era un hotel Hilton. Di vuelta en una esquina y ví una sección desfigurada de lo que parecían haber sido tiendas. Luego un estacionamiento quemado y un parque de casa móviles junto al hospital Kaiser Permanente. Las ruinas de la tienda donde había comprado muchos zapatos baratos.

Era imposible imaginar el terror que experimentaron los que ahí estuvieron. El color había sido lavado de estas escenas enmarañadas y congeladas. Al dirigirme al sur en la oscuridad, oí a un hombre decir en la radio que su colonia ahora tenía dos colores: blanco y negro. Tenía razón.

Entendí entonces por que necesitaba ver esto antes de salir de la ciudad. Quería probar que mi versión de la realidad era la correcta. Que sí, habían habido incendios y que fueron terribles. Y supe también que, lo que me amarraba el corazón en un nudo. Quería ver a mi tía a los ojos y ver en ella conocimiento, celebrar el fin de nuestro calvario con un buen vino de Sonoma, reir y decir “Ah, lo peor ha terminado.”

Pero en el caos de su mente no había razón para marcar la ocasión. Porque nada había sucedido.

La verdad que tuve que enfrentar era que lo peor estaba — aún está — lejos de terminar. 

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Julie Reynolds

About Julie Reynolds

Julie Reynolds is a freelance journalist who has reported for the Center for Investigative Reporting, The Nation, NPR, PBS, The Imprint, The NewsGuild and other outlets. She is a co-founder of Voices of Monterey Bay and associate editor at The Imprint.